En las tierras de Mordor

13/01/2011 § 2 comentarios

¿La playa o la montaña? Toda mi vida me sentí más atraído por la montaña.

Desde el minuto cero, cuando estás en la base, con un gigante adelante a quien te le ponés en frente y te y le prometés que lo vas a recorrer, pase lo que pase y hasta llegar a lo más alto; o cuando te encontrás perdido en el medio de un bosque, con la boca seca y pastosa y los músculos de las piernas tan duros como las rocas de las cuales intentan separarse, empujando una y otra vez, siguiendo un sendero que podrías apostar que es el que venías siguiendo, aunque no estás tan seguro porque viste varios otros que salían diseminándose hacia todas partes de la montaña, en el mismo momento en que te decís que romper una promesa no es digno de un hombre salvo que se la haya hecho a sí mismo o a la montaña y al momento de hacerlo se encuentre no tan alto como esperaba; o cuando llegás a la cima y descubrís todo ese lado del mundo que la pared que subías te estaba escondiendo, te parás en la roca más alta, abrís los brazos al viento y a su chillar en tus oídos y empezás a girar mirando el mundo desde bien arriba, hasta que en eso ves una roca un poquito más alta, tal vez unos 30 o 40 cm más alta, y sin saber por qué ni querer averiguarlo, te bajás de la tuya para subir a la otra y repetir el ritual, esta vez sí desde lo más alto que podés, y disfrutás esa libertad que te da la inmensidad de la montaña, de poder ver lo que nunca ves, y que para mí es la sensación de sosiego; desde cualquiera de esas situaciones, y por ellas, siempre preferí la montaña.

A la playa la siempre la sentí más monótona: llegar, tener calor, tirarse al mar, salir, llegar otra vez (sin haber vuelto a llegar), tener calor, tirarse al mar, y así. Eso hasta que hace dos años por primera vez en muchos otros pisé una playa paradisíaca. Fue en el norte de Brasil, y fueron cuatro distintas (Arembepe, Praia do Forte, Mangue Seco y Morro de San Pablo), una tras y mejor que otra. En ese entonces viví la playa con la misma intensidad que la montaña, y desde ese día, sigo haciéndolo. Y cada vez que me preguntan qué prefiero, si la playa o la montaña, digo que prefiero las dos.

Y lo mejor de Nueva Zelanda, es que tiene las dos versiones, en forma increíbles, y a pocas horas unas de otras. Por eso después de 10 días de vida playera, agarramos el Sunny y enfilamos por la ruta 33 hacia el sur, esperando llegar al centro de la isla norte. Pasamos de largo Rotorua e hicimos noche en Taupo, una ciudad a orillas de su lago homónimo, el más grande de NZ, con la cual tuvimos contactos de los más extraños (ver apartado Taupo próximamente).

Durante el día nos aprovisionamos de víveres para sobrevivir en la montaña y después de una bicicleteada en medio de la selva siguiendo el curso del río Waikato (también el más largo de NZ) manejamos hasta Whakapapa. Hicimos noche en el estacionamiento, con aislante y bolsa entre el auto y los arbustos, y a las 8 de la mañana del otro día, después de levantamos una vez más bajo los gritos de Euge (que no para de despertarme cada vez que me duermo!), ya estamos listos para arrancar.

Un colectivo nos lleva hasta las no puertas del parque nacional. Una vez más, estamos solos, nuestras mochas (bastante cargadas, entre comida y abrigo) y nosotros, a 1000 metros de altura, con una planicie de un lado y un sendero que apunta hacia el otro, el de los volcanes, bajo nuestros pies.

 

El paisaje todo a nuestro alrededor es de lo más surrealista: con la misma velocidad con la que nos vamos adentrando en el valle empiezan a aparecer en cada una de las laderas que lo rodean, cada vez más y con mayor frecuencia, rocas volcánicas por doquier. Las primeras son sólo excepciones en un desierto de arena, las últimas son el desierto haciendo de la arena la excepción. Todas, las que vienen de a pocas como las que casi se pisan, las que levantamos con dos dedos o las que van a morir ahí, parecen haber sido llovidas, desde el cielo y violentas, hasta caer en lo que será su lecho por mucho tiempo, tal vez toda la eternidad. Y la diferencia entre ser y parecer a veces es muy grande, pero otras muy chica. En este caso, nula: la piedras parecen y fueron llovidas.

Ahí nomás, al lado nuestro está el volcán Ngauruhoe. 2291 metros de un cono perfecto, con laderas a 45 grados y cima invisible, casi siempre tapada por las nubes. Una obra de arte digna del mejor de los artesanos, que tal vez en tiempos remotos lo modelara en arcilla para ofrendárselo a algún dios que agradecido le diera vida y actividad, o mismo a la pacha mama. Cuando llegamos a su base ya habíamos subido 2 horas, y para llegar de ahí al camping nos faltaban 3 o 4 más. Subirlo y bajarlo nos tomaría, según los carteles, alrededor de otras 3, así que en total serían unas 8 o 9. Y como nosotros nos hacemos los kiwis pero nuestros horarios siguen siendo bien argentinos, no sabíamos quién iba a llegar antes, si nosotros o la noche. De todas formas, decidimos empezar a subir, de última, siempre hay tiempo para bajar.

Hacía un rato un cartel nos había avisado que estábamos entrando en condiciones alpinas, pero omitía detallar aunque sea algo sobre lo desfavorables de las mismas. Entre la pendiente a 45 grados, el suelo resbaladizo de arenilla volcánica, el viento más fuerte y helado que nuestras manos hayan sentido y que volaba nuestras mochas y con ellas a nosotros, y las piedras filosas que eran de lo único que nos podíamos agarrar, la subida se hizo más que complicada. Igual valía la pena, aunque nunca llegamos a la cima. Pero sí hasta muy alto. Desde arriba se veían el South Crater, a sus espaldas el Blue Lake y más atrás el Lake Taupo, todo, a través de las montañas. Justo en este momento, un día después y ya en el refugio, mientras escribo estas líneas, Cabar me lee un folleto informativo que describe al Mt. Ngauruhoe:  resulta que es “very challenging”. Y resulta que tal vez por eso, fue el lugar que eligió Peter Jackson para recrear Mordor, en El señor de los anillos.

 

 

Apenas bajamos del monte seguimos camino. Atravesamos de punta a punta el South Crater, una planicie de texturas amarillas, rojizas y ocres, que onduladas denotan que en eso que hoy pisamos algún día nos hubiésemos hundido (si antes no hubiésemos desaparecido incinerados), que esa tierra fue líquido, más precisamente lava. Y que hoy, sumergido entre sus bordes filosos, es el cráter del volcán. En su interior vi uno de los paisajes que más me gustaron de todo el parque. Millones de piedritas de todos los tamaños y colores brillaban a la luz del sol, y juntas creaban algo así como una polifonía luminosa, haciendo de ese lugar uno con una energía sobrenatural, mágica.

Al lado del South, se encontraba el Red Crater, y al subir sus paredes rojas aparecía por primera vez la Emerald Lagoon, junto al Blue Lake. Es un lugar increíble, y por eso a orillas de todo eso fue donde paramos a hacer comisiones de todo tipo y factor. Sopa, avistamientos varios y demases. Las no tanto y las prioritarias, todas las comisiones tuvieron su lugar, en uno de otro planeta.

De ahí al camping fueron como dos o más horas, algunos de cuyos trayectos los hicimos tocando el cielo con las manos, y con los pies, y con todo el cuerpo, porque íbamos por arriba de ellas. El zigzag era interminable y la verdad es que ya queríamos llegar. Teníamos las piernas duras, poca agua, hambre y sueño. Un combo perfecto para volver a la vida cuando después de una de sus interminables curvas el camino llegaba a su fin en las puertas de un refugio que, por un lado, mira a un lago y, por un lado, mira a un lago. Es decir que mira a dos lados, por un mismo lado. Están uno atrás del otro, separados por una Pierre Luigi (Colina). Por el otro lado, sin embargo, y como la mayoría de los lados, también mira a algo: a la montaña, y a su aspereza, a sus desniveles rocosos escondidos debajo de manchones de pastos largos, secos y pajosos. Y fue precisamente en ese lado, el que podría denominarse malo, feo, aburrido, incómodo u olvidado, en donde tuvimos que armar la carpa, y llenarla de rocas adentro para que no se volara, y meternos nosotros también para que si se volaba, por lo menos no nos separara de nuestras mochas, que para un mochilero, es como para un porteño la casa. La noche ahí arriba fue helada, pero el despertar, solos con la montaña, para volver a hacer una, dos y mil veces.

Ahora nos quedan dos horas, de bajada y de despedida. Me voy del Tongariro, sabiendo que quiero volver. Pero antes está el Abel Tasman National Park, otro de los Nine New Zealand Great Tracks (como el Tongariro Crossing), pero éste de playas. Porque me encanta la montaña, y la prefiero tanto, como a la playa.

 

Éste post terminaba ahí. Sentía que no le faltaba nada y que en las dos horas de bajada que nos quedaban ya no iba a pasar más nada. Pero el Tongariro me cerró la boca. Y al otro lado de la montaña, atrás de una curva cerrada, nos atrapó adentro de su selva. Al parecer de este lado llueve mucho más (será a causa de esas precipitaciones orográficas que nos enseñó Ucha en segundo año y pensamos que era un concepto que jamás íbamos a poder aplicar) y toda la vida que no había en el cementerio volcánico, acá se expresa con fuerza y color, y hacia arriba. Todo tipo de plantas, con verdes saturados, se disputan un poco de sol a 5 o 6 metros de altura. A esa misma distancia del piso, pero haciendo lo contrario, buscando un poco de sombra, cantan los pajaritos. Los mismos que no vimos en la montaña, y los mismos que no vamos a ver en la playa, porque estos pajaritos prefieren la selva, la selva escondida del Tongariro.

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