Un detallado, pormenorizado, exhaustivo, erudito y por qué no honorable, inventario de lesiones que hoy por hoy aquejan mis pies.

21/01/2011 § 1 comentario

A 22 días de haber empezado el viaje, bajo la cabeza y cuento, en las plantas de mis pies y alrededores:

Pie izquierdo:

  • 1 herida cortante, de 2 cm aprox., devenida en ampolla explotada, en la punta del dedo gordo.
    Data de un día.
    Estado: aguda.
  • 1 herida interna que creo ser un esguince en lo que creo ser el metatarso del dedo gordo.
    Data de no me acuerdo cuándo, o sea que no data.
    Estado: crónica mientras sigamos de playa.

Pie derecho:

  • 1 herida importante en la uña del dedo gordo: se me dio vuelta la uña jugando fútbol playero, seguramente tirando alguna “Magic Wellcomed” para la cual no estoy del todo apto. Después se partió y se me cayó la mitad.
    Data de 5 días.
    Estado: agudo pero mejorando.
  • 1 ampolla de sangre de 0.7 cm de diámetro en la punta del dedo gordo. En realidad es ovalada, pero como no sé cómo se miden los óvalos, tiro el diámetro aprox.
    Data de 6 días o más.
    Estado: inofensiva, indolora, decorativa (parece otro lunar)
  • 1 herida tipo tajo en el pliegue que se forma entre el dedo gordo y en donde apoya lo que creo ser su metatarso.
    Data del primer día del viaje.
    Estado: crónico y metamorfoseándose (cambia de pinchadura a tajo, de tajo a agujero, de agujero a no tan agujero, y así).
  • 1 herida punzante propia de la que te genera una espina que hace varios días aloja en la planta de tu pie.
    Data de hace varios días, sin precisión.
    Estado: agudo, a solucionar en la brevedad mediante excavación con aguja.
  • 1 herida tipo circular cerrada, tipo cicatriz.
    Data de estos días.
    Estado: restos.
  • 1 mil o más heridas tipo ronchas rosas tirando a rojas (coloradas si sos de zona norte, man) producto del ataque indiscriminado de mosquitos y sandflys durante 7 días de Abel Tasman National Park con el Off en el baúl del Sunny (a 20 km aprox.).
    Data del día a día.
    Estado: picando como nunca antes me había picado nada, y empeorando.
  • 1 picadura rascada y devenida herida profunda y circular, tipo carne viva, de 1.5 cm de diámetro aprox.
    Data de 1 día.
    Estado: consciente (prefiero rascarme las otras que todavía no están tan mal).

Si contamos las un mil o más picaduras como una sola herida (cosa que no está tan fuera de lo real, ya que cuando me rasco, me rasco todo el pie junto, entero, con todas las 10 uñas de todos mis sendos dedos, como si se tratara de una sola herida y, por ende, de un solo tratamiento científico) sumo 9 lesiones de distinto tipo, factor, envergadura, data y estado. Son muchas, y cada una dueña de un lugar, más precisamente un bullet, en “Un detallado, pormenorizado, exhaustivo, erudito y por qué no honorable, inventario de lesiones que hoy por hoy aquejan mis pies”.

Fuckingsandflys

21/01/2011 § Deja un comentario


Las playas de NZ son perfectas. Y a todos los que me dirían que la perfección no existe, o mismo a Juancho, que me preguntaría “pero, pibe… ¿qué es la perfección para vos?”, les digo que tienen razón, que las playas de NZ no son para nada perfectas. Y esto por una simple razón: son hábitat, y por ende el lugar en donde ellas se hacen habitué, de las Fuckingsandflys (NdeR: el fucking es mío).

Estos fucking animalitos son diminutos, voladores, incisivos, maléficos, detestables e insistentes. Y además, fucking. Los odio. Vienen en banda, al tuntún y sin titubeos, y arremeten a-como-dé-lugar contra tu pierna o símiles, y te pican a más no poder. Y peor que cómo te pican es que no sé por qué siempre lo sentís unos segundos después. O sea que no estoy seguro si es porque te inyectan algún menjunje anestésico retardador o por qué fucking razón, pero te pican siempre. Y recién después te avivás.

Por su perfil físico-psíquico, me animo a vaticinar que son primas lejanas, línea materna, de los jejenes. Igual de chiquitos, igual de negros, igual de voladores e igual de hincha pelotas. Y mucho más malignos. Por eso tan pronto como acabo de conocerlos acabo de sumarlos a mi ranking de 3 únicos animales en el mundo que estoy dispuesto a matar, que por ende ahora es de 4:

1. Mosquitos      2. Jejenes            3. Tábanos          4. Sandflys

Y sólo por eso las playas de NZ no son perfectas, porque tienen Sandflys. Aunque si le tuviese que responder a Juancho, le diría que, para mí, eso es la perfección.

Abel Tasman National Park

21/01/2011 § 1 comentario

Después de hacernos los exploradores por los desiertos volcánicos del Tongariro nos toca descansar.

Con ese objetivo entre ceja y ceja nos subimos al Sunny y nos direccionamos al sur. Las rutas siguen siendo tan increíbles como desde la primera vez que las transitamos, pero ya hace rato que cambiaron su fisionomía. Ni bien abandonamos las que bordean la costa para adentrarnos en la isla norte, dejamos de serpentear para arriba y para abajo, a izquierda y derecha, entre colinas. Ahora las vemos sólo a lo lejos, enmarcando las planicies y mesetas que atravesamos, casi en línea recta, hasta Wellington, última ciudad de la isla norte.

Como ya se nos hizo costumbre, llegamos a cualquier hora de la noche, sin hostel y sin lugar para estacionar, pero con Lonely Planet, que nos ayuda a encontrar lo primero mientras buscamos lo segundo. Finalmente, hacemos noche en el BASE (como en Auckland). Los chicos la pasan durmiendo y yo con el blog. Esto también se hizo costumbre: la una de cada 8 o 9 noches que pagamos un hostel es el único momento en el que puedo estar un buen rato con la netbook enchufada, así que la paso despierto aprovechando para tipear lo que escribí en el cuaderno.

Al otro día hacemos tiempo para llegar al ferry, tanto que casi lo perdemos. El puerto está a unas pocas cuadras, pero en el camino nos agarra el segundo embotellamiento desde que estamos en NZ (éste era por una repavimentación, y el primero por arreglos en un puente camino a Coromandel). A las 13.15 hs., diez minutos más tarde del límite para el check-in, nos anunciamos en la garita donde se hace dicho trámite.

Minutos más tarde estamos arriba del ferry y, por un rato, nos vamos de NZ, hasta llegar a la isla sur (algunos dirán que en realidad no salimos de NZ, y a ésos yo les diré que en la mía sí). Las tres horas de barco empezaron con olas gigantes sacudiéndonos, al ritmo del viento, de acá para allá, para terminar más calmas, en aguas tranquilas, protegidas por los fiordos de la región de Malborough, en una de cuyas orillas se encuentra Picton, primer lugar que no pisamos en esta isla. Ni bien bajamos el Sunny del barco, y sin hacerlo nosotros del Sunny, ponemos “D” hacia el noroeste en busca de Nelson, Marahau y el Abel Tasman National Park

(NdeR: “D” sería como la primera de una caja manual, pero que al ser automática se le agregan la segunda, tercera, cuarta y quinta en caso de que la tenga, cosa que no creo suceda en éste)

Antes del Tongariro habíamos hecho una compra grande en un Pack&Save. Incluía desayuno, almuerzo, merienda y cena para los 7 días de Abel Tasman (a partir de ahora AT), pero carecía de frutas, que paramos a comprar en un CountdDown de Nelson. Los víveres para nuestros próximos días podrían enmarcarse en los siguientes abundantes, nutritivos, deliciosos y livianos menúes que paso a detallar:

DÍA UNO

Desayuno: barras de cereal, ración de frutas*.
Almuerzo: Atún con choclo o arvejas y pan lactal.
Merienda: Barras de cereal, ración de frutas, galletitas Chips&Chocolate.
Cena: fideos o arroz preparados con salsa, todo disecado.
Bonus Track: medio salame con pan (a dividir entre 3) para después de cada caminata, sopas cremas Quick.

*a elegir entre una de las siguientes según el día: ananá, bananas, naranjas, manzanas, melón.
**las cantidades y variedades citadas son las correspondientes al plan inicial.

DÍAS 2,3,4,5,6 y 7, ídem DÍA 1.

No tuvo que pasar mucho tiempo para que nos diéramos cuenta de dos cosas fundamentales: la primera es que aquel objetivo que tan oportunamente supimos ponernos entre ceja y ceja después del agotamiento producido por el Tongariro, el mismo que izaba la bandera del Trancarola y se proponía descansar, había sido tirado por la borda en el mismo momento en que lo concebimos: trasladar en nuestras espaldas 7 días de desayuno, almuerzo, merienda y cena (por más fideíto y arrocito deshidratado que le metiéramos) y descansar, no se llevan para nada bien. De esto nos avivamos apenas hacemos la división de bienes y los cargamos en nuestras mochas. De que los mismos no son tan abundantes, nutritivos y deliciosos como suponíamos, un par de días después, cuando el hambre nos dejaría a punto de fallecer.

Así, conscientes de que el peso que transportábamos y los alimentos que nos darían la energía para hacerlo (siendo uno y otros la misma cosa) difícilmente nos dejaran alcanzar los niveles deseados de trancarolidad (o trancarolitud, ambas acepciones homologadas recientemente por la RAE), pero necios como pocos y con muchas ganas de lograrlo, nos adentramos en las playas doradas de la Golden Bay y en las selvas que nos llevarían a ellas, dentro del Abel Tasman National Park.

Te Pukatea Bay – 15 y 16 de enero.

Después de cuatro horas de cruzarnos niños y no tan niños exploradores con fastuosas trecking boots de todos los tipos y colores, llegamos a la primera playa. Nosotros y nuestras Havaianas.

Las trecking boots te permiten desplazarte por caminos sinuosos y llenos de obstáculos (como los que recorren los montes y selvas del AT) sin tener que preocuparte por sus imprevistos. Te dan la posibilidad, por ejemplo, de usar como apoyo firme las raíces que otros no paran de pegarse en el morado dedo gordo de su morado pie (Havaianas); o de aferrarte en pendientes por las que caen la lluvia y (en ella) no tan niños exploradores (Havaianas).

Podría decir, sin temor a equivocarme, que las trecking boots son ideales para el Abel Tasman Costal Track (una de las Nine New Zealand Great Tracks). Y que las Havaianas son ideales para nosotros. Aunque no sin el mismo temor a la hora de hablar de Euge.

Habrían pasado 500, tal vez 600 de los tal vez más fáciles (debido a sus 0 puntos porcentuales de pendiente y a sus 100 puntos porcentuales de madera en forma de deck bajo nuestros pies que los constituían) metros de la caminata del AT Costal Track, cuando pisamos el bosque y su sendero. Y fue en ese pisar, y no después de 5 días de andar y trepar, cuando las energías escasean y las torpezas abundan, cuando a Euge se le rompió la tira de una de sus Havaianas. Más precisamente, la izquierda.

Un mal momento para él, y uno peor para nosotros, que tuvimos que soportarlo quejándose. Por suerte un par de horas más tarde encontramos en el sendero una Havaiana sin dueño. Y por mala suerte, las quejas menguaron, pero no cesaron, porque la que encontramos era otra derecha.

Al rato llegamos a Te Pukatea, una bahía amplia de arena dorada, agua turquesa transparente, camping con capacidad para 10 carpas, y más o menos dos carpas. Otra y la nuestra. Acá estuvimos una noche y el highlight de la estadía fue a la mañana siguiente cuando hicimos una comisión bajo el mar de avistamiento du fauna, fruto de la cual supimos apreciar muchas rocas, bastantes algas, algunos pececitos y un par de estrellas de mar, vivas.

La noche anterior, algún animal maldecido, nos robó una barra de chocolate y, obviamente, se la comió. Pero como buen fanático de los dulces, el packaging y el aluminio no se los llevó, sólo los desparramó por todos lados para gastarnos un poco más.

Midlands Bay – 16, 17 y 18 de enero.

Al día siguiente caminamos otras 4 horas, en las mismas condiciones de presión y temperatura que las anteriores, para llegar a una playa chiquita de arena blanca, con lugar para 6 carpas y 3 patos. Nótese que a pesar de haber disponibilidad carpística, no sucedía lo mismo con los cupos para patos: los mismos estaban todos cubiertos, habiendo 2 negros de cuello y cabeza blanca, uno de los cuales gustaba de tomar sombra parado en una pata (no de las plumíferas sino de las que tienen dedos, o en este caso, membrana), y uno todo negro, que seguía a todos lados al restante de los otros dos.

En esta playa conocimos a una letona que nos contó que casi muere ahogada por querer cruzar los estuarios que al formarse por las Low Tides (Mareas Bajas) sirven de atajos a los trampers (caminantes, o algo así). Los mismos te ahorran una o dos horas de subida y bajado por trayecto, pero si los querés cruzar cuando el mar ya está creciendo, como hizo ella, lo más probable es que veas cómo antes de que puedas darte cuenta se llenan de agua para transformarse en una pileta de natación, profunda, oleada e interminable. O en un océano.

Nosotros las agarramos siempre, pero para eso tenés que chequear una tablita de mareas que se ve que ella no chequeó. Al final, la salvó un pibe en kayak.

El destacado de esta playita fue que tenía su estuario propio, que hacía las veces de jardín de invierno de nuestra carpa, en donde supimos jugar altos futboles y desplegar indecibles Magics Welcomed.

Awaroa Bay (vía Bark Bay) – 18, 19 y 20 de enero.

El último día de Midlands nos despertamos inundados. Afuera diluviaba y adentro también. Así que como pudimos guardamos todo y nos fuimos a Bark Bay, la bahía cruzando el morro, que tiene un camping más preparado, con cooking shelter (una especie de cocina-refugio techada). Obviamente en su abajo estaba lleno de gente y con ellos nos quedamos varias horas, hasta que nos aburrimos. Justo era hora de Low Tide así que cargamos las mochas y arrancamos. Seguía lloviendo, pero la selva tapaba bastante, sólo había que tener cuidado con los precipicios. Fue por lejos la caminata más divertida y en su interín pasamos por una playa increíble, Onetahuti Bay.

En Awaroa estuvimos dos noches. La primera llegamos con la carpa empapada así que la armamos sólo para que se secara, porque planeábamos dormir en el cooking shelter. Y no sólo lo planeamos, también lo intentamos, pero la invasión de mosquitos lo hizo imposible y, de a uno y cada media hora, fuimos bajando a la carpa, mojada, pero inmune.

Los destacados fueron los estuarios que se formaban con las mareas, formando paisajes increíbles: con la Low Tide, desiertos de arena, que a medida que se van llenando de agua empiezan a formar islas, hasta finalmente devenir en lagos productos de las High Tide. Cuando empieza a bajar el agua, el ciclo vuelve a empezar.

Acá nos encontramos con 5 neozelandesas con las que habíamos pasado la tarde de cooking shelter en Bark Bay. A las 6 am del otro día nos despertaron, y partimos a Anapai Bay.

Anapai Bay – 20 y 21 de enero.

Llegamos a la última de nuestras playas en ÄT. Es una de las más norteñas, pasando Totaranui. Por el pegar del viento en mi dedo índice humedecido, por el recorrido que hicimos y por las brújulas impresas en todos los 20 mapas que llevamos con nosotros, sospecho que esta bahía tiene otra orientación, lo cual la hace más ventosa. La playa es más rústica y el mar crispado, lleno de corderitos. No hay gente en el camping pero sí mucha que pasa haciendo footing, tramping o queséyoing.

Lo destacado es que a partir de las 14 hs ya no queda nadie. No sé si se van a cenar, a invernar o a morir de depresión, pero la cosa es que a esa hora los kiwis ya no están. Y entonces la playa es nuestra. Le hacemos caso al pibe del i-site (son las oficinas de turismo que hay en cada ciudad, pueblo o paraje al que llegás, y en los cuales te atienden de maravillas) y al pasar la roca de la punta de la playa nos encontramos con lo que él nos recomendó: “a private beach”. Similar a la de Cathedral Cove, pero más chiquita. También se entra por una especie de cuevita, aunque si querés, y sos muy aburrido, podés acceder por atrás de las rocas sin pasar por la cueva, o por un camino. La arena es dorada y el mar helado.

Mañana nos volvemos. Abel Tasman nos encantó en cada una de sus bahías y nos atrapó con sus selvas y bosques. Pero ahora nuestras mochas están vacías, ya no tenemos comida y, salvo hasta a donde nos viene a buscar la lancha, ya no caminamos más. Nos queda casi todo hoy y casi todo mañana, para hacer, full time, los que vinimos a hacer: descansar.

En las tierras de Mordor

13/01/2011 § 2 comentarios

¿La playa o la montaña? Toda mi vida me sentí más atraído por la montaña.

Desde el minuto cero, cuando estás en la base, con un gigante adelante a quien te le ponés en frente y te y le prometés que lo vas a recorrer, pase lo que pase y hasta llegar a lo más alto; o cuando te encontrás perdido en el medio de un bosque, con la boca seca y pastosa y los músculos de las piernas tan duros como las rocas de las cuales intentan separarse, empujando una y otra vez, siguiendo un sendero que podrías apostar que es el que venías siguiendo, aunque no estás tan seguro porque viste varios otros que salían diseminándose hacia todas partes de la montaña, en el mismo momento en que te decís que romper una promesa no es digno de un hombre salvo que se la haya hecho a sí mismo o a la montaña y al momento de hacerlo se encuentre no tan alto como esperaba; o cuando llegás a la cima y descubrís todo ese lado del mundo que la pared que subías te estaba escondiendo, te parás en la roca más alta, abrís los brazos al viento y a su chillar en tus oídos y empezás a girar mirando el mundo desde bien arriba, hasta que en eso ves una roca un poquito más alta, tal vez unos 30 o 40 cm más alta, y sin saber por qué ni querer averiguarlo, te bajás de la tuya para subir a la otra y repetir el ritual, esta vez sí desde lo más alto que podés, y disfrutás esa libertad que te da la inmensidad de la montaña, de poder ver lo que nunca ves, y que para mí es la sensación de sosiego; desde cualquiera de esas situaciones, y por ellas, siempre preferí la montaña.

A la playa la siempre la sentí más monótona: llegar, tener calor, tirarse al mar, salir, llegar otra vez (sin haber vuelto a llegar), tener calor, tirarse al mar, y así. Eso hasta que hace dos años por primera vez en muchos otros pisé una playa paradisíaca. Fue en el norte de Brasil, y fueron cuatro distintas (Arembepe, Praia do Forte, Mangue Seco y Morro de San Pablo), una tras y mejor que otra. En ese entonces viví la playa con la misma intensidad que la montaña, y desde ese día, sigo haciéndolo. Y cada vez que me preguntan qué prefiero, si la playa o la montaña, digo que prefiero las dos.

Y lo mejor de Nueva Zelanda, es que tiene las dos versiones, en forma increíbles, y a pocas horas unas de otras. Por eso después de 10 días de vida playera, agarramos el Sunny y enfilamos por la ruta 33 hacia el sur, esperando llegar al centro de la isla norte. Pasamos de largo Rotorua e hicimos noche en Taupo, una ciudad a orillas de su lago homónimo, el más grande de NZ, con la cual tuvimos contactos de los más extraños (ver apartado Taupo próximamente).

Durante el día nos aprovisionamos de víveres para sobrevivir en la montaña y después de una bicicleteada en medio de la selva siguiendo el curso del río Waikato (también el más largo de NZ) manejamos hasta Whakapapa. Hicimos noche en el estacionamiento, con aislante y bolsa entre el auto y los arbustos, y a las 8 de la mañana del otro día, después de levantamos una vez más bajo los gritos de Euge (que no para de despertarme cada vez que me duermo!), ya estamos listos para arrancar.

Un colectivo nos lleva hasta las no puertas del parque nacional. Una vez más, estamos solos, nuestras mochas (bastante cargadas, entre comida y abrigo) y nosotros, a 1000 metros de altura, con una planicie de un lado y un sendero que apunta hacia el otro, el de los volcanes, bajo nuestros pies.

 

El paisaje todo a nuestro alrededor es de lo más surrealista: con la misma velocidad con la que nos vamos adentrando en el valle empiezan a aparecer en cada una de las laderas que lo rodean, cada vez más y con mayor frecuencia, rocas volcánicas por doquier. Las primeras son sólo excepciones en un desierto de arena, las últimas son el desierto haciendo de la arena la excepción. Todas, las que vienen de a pocas como las que casi se pisan, las que levantamos con dos dedos o las que van a morir ahí, parecen haber sido llovidas, desde el cielo y violentas, hasta caer en lo que será su lecho por mucho tiempo, tal vez toda la eternidad. Y la diferencia entre ser y parecer a veces es muy grande, pero otras muy chica. En este caso, nula: la piedras parecen y fueron llovidas.

Ahí nomás, al lado nuestro está el volcán Ngauruhoe. 2291 metros de un cono perfecto, con laderas a 45 grados y cima invisible, casi siempre tapada por las nubes. Una obra de arte digna del mejor de los artesanos, que tal vez en tiempos remotos lo modelara en arcilla para ofrendárselo a algún dios que agradecido le diera vida y actividad, o mismo a la pacha mama. Cuando llegamos a su base ya habíamos subido 2 horas, y para llegar de ahí al camping nos faltaban 3 o 4 más. Subirlo y bajarlo nos tomaría, según los carteles, alrededor de otras 3, así que en total serían unas 8 o 9. Y como nosotros nos hacemos los kiwis pero nuestros horarios siguen siendo bien argentinos, no sabíamos quién iba a llegar antes, si nosotros o la noche. De todas formas, decidimos empezar a subir, de última, siempre hay tiempo para bajar.

Hacía un rato un cartel nos había avisado que estábamos entrando en condiciones alpinas, pero omitía detallar aunque sea algo sobre lo desfavorables de las mismas. Entre la pendiente a 45 grados, el suelo resbaladizo de arenilla volcánica, el viento más fuerte y helado que nuestras manos hayan sentido y que volaba nuestras mochas y con ellas a nosotros, y las piedras filosas que eran de lo único que nos podíamos agarrar, la subida se hizo más que complicada. Igual valía la pena, aunque nunca llegamos a la cima. Pero sí hasta muy alto. Desde arriba se veían el South Crater, a sus espaldas el Blue Lake y más atrás el Lake Taupo, todo, a través de las montañas. Justo en este momento, un día después y ya en el refugio, mientras escribo estas líneas, Cabar me lee un folleto informativo que describe al Mt. Ngauruhoe:  resulta que es “very challenging”. Y resulta que tal vez por eso, fue el lugar que eligió Peter Jackson para recrear Mordor, en El señor de los anillos.

 

 

Apenas bajamos del monte seguimos camino. Atravesamos de punta a punta el South Crater, una planicie de texturas amarillas, rojizas y ocres, que onduladas denotan que en eso que hoy pisamos algún día nos hubiésemos hundido (si antes no hubiésemos desaparecido incinerados), que esa tierra fue líquido, más precisamente lava. Y que hoy, sumergido entre sus bordes filosos, es el cráter del volcán. En su interior vi uno de los paisajes que más me gustaron de todo el parque. Millones de piedritas de todos los tamaños y colores brillaban a la luz del sol, y juntas creaban algo así como una polifonía luminosa, haciendo de ese lugar uno con una energía sobrenatural, mágica.

Al lado del South, se encontraba el Red Crater, y al subir sus paredes rojas aparecía por primera vez la Emerald Lagoon, junto al Blue Lake. Es un lugar increíble, y por eso a orillas de todo eso fue donde paramos a hacer comisiones de todo tipo y factor. Sopa, avistamientos varios y demases. Las no tanto y las prioritarias, todas las comisiones tuvieron su lugar, en uno de otro planeta.

De ahí al camping fueron como dos o más horas, algunos de cuyos trayectos los hicimos tocando el cielo con las manos, y con los pies, y con todo el cuerpo, porque íbamos por arriba de ellas. El zigzag era interminable y la verdad es que ya queríamos llegar. Teníamos las piernas duras, poca agua, hambre y sueño. Un combo perfecto para volver a la vida cuando después de una de sus interminables curvas el camino llegaba a su fin en las puertas de un refugio que, por un lado, mira a un lago y, por un lado, mira a un lago. Es decir que mira a dos lados, por un mismo lado. Están uno atrás del otro, separados por una Pierre Luigi (Colina). Por el otro lado, sin embargo, y como la mayoría de los lados, también mira a algo: a la montaña, y a su aspereza, a sus desniveles rocosos escondidos debajo de manchones de pastos largos, secos y pajosos. Y fue precisamente en ese lado, el que podría denominarse malo, feo, aburrido, incómodo u olvidado, en donde tuvimos que armar la carpa, y llenarla de rocas adentro para que no se volara, y meternos nosotros también para que si se volaba, por lo menos no nos separara de nuestras mochas, que para un mochilero, es como para un porteño la casa. La noche ahí arriba fue helada, pero el despertar, solos con la montaña, para volver a hacer una, dos y mil veces.

Ahora nos quedan dos horas, de bajada y de despedida. Me voy del Tongariro, sabiendo que quiero volver. Pero antes está el Abel Tasman National Park, otro de los Nine New Zealand Great Tracks (como el Tongariro Crossing), pero éste de playas. Porque me encanta la montaña, y la prefiero tanto, como a la playa.

 

Éste post terminaba ahí. Sentía que no le faltaba nada y que en las dos horas de bajada que nos quedaban ya no iba a pasar más nada. Pero el Tongariro me cerró la boca. Y al otro lado de la montaña, atrás de una curva cerrada, nos atrapó adentro de su selva. Al parecer de este lado llueve mucho más (será a causa de esas precipitaciones orográficas que nos enseñó Ucha en segundo año y pensamos que era un concepto que jamás íbamos a poder aplicar) y toda la vida que no había en el cementerio volcánico, acá se expresa con fuerza y color, y hacia arriba. Todo tipo de plantas, con verdes saturados, se disputan un poco de sol a 5 o 6 metros de altura. A esa misma distancia del piso, pero haciendo lo contrario, buscando un poco de sombra, cantan los pajaritos. Los mismos que no vimos en la montaña, y los mismos que no vamos a ver en la playa, porque estos pajaritos prefieren la selva, la selva escondida del Tongariro.

Solos en el mundo

13/01/2011 § 1 comentario

Hace dos días y dos noches llegué a una playa lejana, la mejor que llegué en mi vida.

Está como todas las playas llena de arena. Pero ésta, la tiene blanca y fina. Tiene como todas las playas un mar. Pero ésta, lo tiene verde esmeralda tirando a azul transparente, pasando de a ratos por el turquesa, según el lugar que se mire. Empieza verde esmeralda ahí donde en todas las otras playas caminás en puntitas para ver cómo está el agua. Pero en ésta, esa parte te la saltás. Y te la saltás literalmente, porque el agua es tan helada, y tan hermosa a la vez, que cuando te metés te dan ganas de hacerlo corriendo y lo más rápido posible.

Me gusta empezar la carrera desde la playa, a través de ella y con dirección al mar y sus islas, para llegar a las olas lo más rápido posible, y saltarlas unas y otras, hasta no poder más y sambuyirme. Así como vengo, con toda mi fuerza y una sonrisa en la cara.

Abajo del agua te olvidás de todo, sólo disfrutás recorrerla aunque sea un poquito, mientras ella te recorre todo. Lo más lindo de esta agua es que es helada y cálida al mismo tiempo. Es helada pero nunca te da frío, y así te invita a meterte una y otra vez. Será por eso que no somos los únicos que las disfrutamos, las aguasvivas también. Vimos varias y muy grandes, pero hicimos un trato. A los dos nos gusta el agua, así que la compartimos. Nosotros nadamos, ellas nadan. Nosotros no las picamos, ellas tampoco.

En la parte izquierda de la playa hay algo así como una pirámide alta y finita, hecha de roca. O una roca piramidal. Parece un pedazo que vino de lejos, navegando a través de todos los mares, para unirse al acantilado costero. Según mis cálculos se quedó varada antes de conseguirlo, y al ver la playa que tenía al lado, nunca más se quiso mover. Yo hubiese hecho lo mismo.

Otros prefieren pensar que siempre fue parte de la madre roca, la de los acantilados costeros, y que con los años y la erosión, de a poquito fue quedando así, tan sola y acompañada. Es que por el solo hecho de ser distinta a todos y estar aislada, todos la queremos un poco más. Estoy seguro que cada uno que entra a esta playa, después de asombrarse con su presencia, procede a sacarse una foto con ella. Y tan seguro como de eso, estoy de que ninguno de todos esos nos sacamos una foto con la roca del acantilado, tanto o más imponente, como mucho menos especial. Paredes de roca hay por todos lados, rocas aisladas no. Si de estas últimas hubiera muchas, tantas como para que lo especial fueran las paredes de roca, sería porque hay tantas que formarían un grupo, separado de la pared. Entonces nos seguirían gustando las rocas aisladas, aunque en forma de pared.

Mencioné algo de entrar a esta playa. Suena raro, y lo es. Mucho más común es llegar a una playa, o bajar, desde un médano por ejemplo. Pero ésta de común tiene lo menos y, por eso, en ella se entra. No por una puerta, tampoco por un pasillo. Mucho mejor es por una caverna. Una de esas gigantes y que según dicen se le caen rocas del techo, cosa que da un poco de miedo, aunque si ves lo que tenés adelante, pasás igual.

A la izquierda hay un árbol, grande, verde y frondoso. Los árboles suelen ser así, pero no después de haberse caído. Ahí abajo es donde rancheamos, donde hicimos nuestra casita del árbol. Sin baño, sin cocina, sin habitaciones, y sin living. Pero con vista al mar. O con todo eso, en uno: esta playa paradisíaca, hermosa por donde se la mire, y por donde no también. Porque nos tocó una noche nublada y hermosa, la primera, y no podíamos verla, pero sí sentirla. A ella, su paz y su tranquilidad. Y nos tocó una noche estrellada y hermosa, la segunda, y podíamos verla, o cerrar los ojos, y nunca dejar de sentirla. A ella, su paz y su tranquilidad.

Pasamos dos noches, la dormimos y la vivimos. Fue toda y solo para nosotros. Cuando se va el sol la gente se va, al revés que la marea. Y cuando sube la marea, se tapa la caverna (ma, no leas esa línea). Y quedamos solos en el mundo. La playa y nosotros, nosotros y la playa. Sin nada ni nadie más. Nosotros atrapados en la libertad.

Y después de las noches vienen los amaneceres. Todos parecidos y bastante obvios. Siempre casi a la misma hora, y casi por el mismo lugar, sabés que va a salir el sol. Seguramente se haga desear, como todos los que saben algo de seducción. Y vos vas a estar ahí sentado, esperándolo. Porque viste miles pero sabés que todos son especiales, y porque su protagonista es el sol, que siempre tiene un as en la manga para dejarte con ganas de volver a verlo, como todos los que saben algo de seducción.

Conmigo le funciona siempre. A las 5.15 am sonó la alarma y un minuto más tarde ya estaba arriba esperándolo, como toda la noche, y el día anterior. Y como entre las 3 y las 4 de la mañana, cuando me levanté a ver las estrellas, otra vez.

Hace días que duermo 4 o 5 horas y no tengo sueño, ¿quién quiere dormir pudiendo vivir?

Así es mi vida en Nueva Zelanda, así fueron estos días en Cathedral Cove.

 

Nómades y algo menos

13/01/2011 § Deja un comentario

Desde que tenemos el Sunny, nuestra vida en Nueva Zelanda se hizo más nómade de lo que pensábamos. Ya no paramos en hostels, ni hoteles, ni nada. El Sunny se convirtió en nuestra casa. La llevamos a todos lados a cambio de que él nos lleve a nosotros. A veces dormimos en la playa, otras en estacionamientos, y cuando llueve buscamos un buen árbol. Es por eso que no tenemos internet. Tampoco dónde cargar las cámaras ni la netbook.

Como voy escribiendo en el cuaderno, tengo varios posts que todavía no tipeé. Y para que no se atrase todo, voy a subir ésos antes que éstos. Pero para no desorganizar, hago este post con los itinerarios de lo que todavía no tipeé.

Más adelante los subo. Au revoir.

Sunny Days

13/01/2011 § Deja un comentario


Auckland parece un desierto. Unas pocas horas nos son suficientes para darnos cuenta de que no pasa nada. Año nuevo fue una exhibición de luces, ruidos y no mucho más. Desde la torre de comunicaciones o desde la costanera, los kiwis mdesplegaron en el cielo todo el fuego que les falta en el alma. Para que se den una idea, a las seis de la tarde ya está todo cerrado. Lo único que queda con vida para esas altas horas de la madrugada son los restaurantes, que se llenan una hora más tarde para dejar a todo el mundo listo para la bolsa de agua caliente a eso de las diez de la noche.

Todo parece indicar que el neozelandés es un pueblo que hace casi todas las cosas de día, reservándose la otra para la noche. Dormir tienen que dormir, y sabiendo que viven en un país repleto de maravillas naturales, prefieren hacerlo de noche. De otra forma se las perderían.

Nosotros sabemos lo mismo. Sabemos de su país repleto de maravillas naturales, y de su no vida nocturna aburrida. Por eso decidimos empezar a movernos, y como queremos hacerlo sin depender de nada ni nadie, nos propusimos comprar un auto.

El viernes, después de llegar e instalarnos, habíamos buscado en un par de galpones que amontonan autos usados de mochileros a cambio de una pequeña comisión sobre la transacción final, pero no conseguimos nada. O muy acorde a lo que necesitábamos pero muy caros, o no tan acordes pero muy caros, o muy caros pero muy caros. A todos les faltaba ese qué sé yo, ninguno nos convencía. La alternativa que nos quedaba era una de las ferias a las afueras de la ciudad, el domingo. Y allá fuimos.

En un estacionamiento, decorados por la sonrisa de cada una de las personas que por alguna u otra razón ya no los quería, y ordenados en filas, estaban nuestros pretendidos. La fila en la que se busca depende del poder del bolsillo, las había de 10.000 kiwis (algo así como U$S7.000) para arriba, con autos grandes y hermosos, y las había de K3.000 para abajo, con sonrisas grandes y hermosas , por parte de los que vendían.

Apenas llegamos supimos cuál era nuestra fila. Ahora nos faltaba saber cuál era la alguna u otra razón que cada sonrisa escondía. De 3 mil kiwis para abajo había muchos autos, y también otros que no merecían tal título. Se preguntarán ustedes qué podríamos llegar a conseguir por tan poca plata. Nosotros nos preguntábamos lo mismo. Y peor: nuestro interrogante se agigantaba todavía más cuando nos acordábamos que de esa fila, sólo los de 2 mil para abajo nos servían.

Igualmente, más allá de lo que nos ofrecían y de la plata que teníamos, nuestra mayor preocupación era comprar un auto que no nos dejara a la media hora de haberlo comprado, teniendo que vérnoslas con el famoso y conocido Mr. Montotou. Ni Cabar, ni Euge, ni Lu ni yo tenemos ni la más pálida idea de mecánica, nos podés preguntar sobre bujías y carters y de seguro, todos menos Lu, te podemos decir que están en la zona del capot, pero no mucho más. Y así y todo, no sé dónde está el cárter, ahora que lo escribo me suena a que está en otro lado, porque recuerdo que los chicos se la pegaron cuando se fueron de vacaciones a San Bernardo, o algo así. En fin, hicimos lo que teníamos que hacer: pusimos todos cara de ingenieros mecánicos que olvidaron su camisa a cuadros en el baúl de nuestro otro auto que anda muy bien y nunca nos falla, porque tanto sabemos cuidarlo y arreglarlo, y así, haciéndonos los sabiondos, nos pusimos a mirar minuciosamente cuanto auto veíamos. Les mirábamos las gomas, abríamos el capot, tocábamos una zona que supongo se puede calentar pero que una vez que la toco no se cuándo está caliente y cuándo no, tanteábamos el aceite, preguntábamos por los frenos, por los últimos services, y todo lo demás que se nos ocurría. Mirábamos todo lo que podíamos, aunque no veíamos nada. Como dije, ninguno sabe de autos, y entonces lo único que nos quedaba era guiarnos por las caras y actitudes de los vendedores. Y acá es el momento en que cada detalle cuenta. No es lo mismo si el que te vende te habla tranquilo o si te corre desesperado. Mucho menos si tiene pelo largo y pelada o lengüetazo de vaca a dos aguas. Otro dato clave es el análisis de ureolas de chivo: es un clásico de estos personajes, de quienes pensás, y de hecho estás seguro, que te quieren descansar de una u otra manera, traspirar a más no poder. En realidad todos los hacemos, pero en estos casos hay que fijarse en cada detalle, y por eso es que les vemos el mismo chivo y la misma ureola que a otros no.

Por otro lado, si hay alguien que sabe de detalles, ése sos vos, el mismo que antes de salir le pregunta seis veces a la vieja si no tiene el bigote desalineado, la misma que vuelve desde el ascensor a su casa para darse una repasadita de base porque el cachete izquierdo siempre le traspira más que el derecho, casi un 0,017% más. Todos sabemos de esos detalles, y por eso cuando las sentimos, nos la jugamos por nuestras corazonadas. Pero en este caso éramos 4. Y como ponernos de acuerdo en base a eso iba a ser de lo más iracundo, hicimos todo lo contrario. Le compramos el auto a los dos personajes que menos confianza daban. Una pareja de locos: él, para mí Jonh y para los chicos Joe, de los que hablan escupiéndote y con los tatuajes más bizarros y divertidos; ella, Mrs. Nomeacuerdou, con otro ataque al corazón inminente, movediza e hiperkinética como pocas. Entre los dos se desvivían por vendernos el auto, que a ojos de estos 4 sábelonadas de autos, lucía bastante bien. Salimos a manejarlo y lo comprobamos. Una maravilla: además de tener todas las cuatro ruedas, andaba para adelante y supuestamente para atrás también. Uno de los levanta vidrios no funcionaba, pero la música iba bárbaro.

Le regateamos el precio, nos descontó K50, comprobamos que no tuviera deudas, le dimos K1600, firmamos los papeles y el Nissan Sunny era nuestro. Así de fácil y así de lindo. Llegamos a la feria a las 8.30 de la mañana, eran las 10 y ya teníamos auto, y todo el día para disfrutarlo. Volvimos al hóstel, preguntamos cuál era la mejor playa a más o menos una hora de camino, agarramos los flota flota, la pelota y el patito de ule, y para allá fuimos.

 

El país de los cielos indecibles.

09/01/2011 § 1 comentario

En cada lugar que llego lo primero que hago es mirar el cielo. Lo miro y lo veo. Lo veo y lo miro.  -¿Cómo podrías no hacerlo?- me preguntarán algunos, pensando que es imposible ver, y no ver el cielo. Con sólo ser parte del mundo, con sólo ser humano, es suficiente para ver el cielo. No hace falta ningún esfuerzo, tampoco es necesario un mérito, cada persona que abre los ojos, por más que quiera no hacerlo, si está parada en el mundo, ve el cielo.

Pero justamente por estar siempre a la vista, porque sólo baste con abrir los ojos para tenerlo, es que muchos lo ven, pero nunca lo miran. Lo tienen y no lo tienen, lo viven y no lo viven. Le piden que esté siempre azul, y hasta le refunfuñan si viene con nubes. El cielo no entiende los reclamos, porque sabe que además de un cielo azul, puede ser muchos otros cielos. Y que si se vistiera todos los días igual, dejaría de sorprendernos. Sería, siendo siempre azul o nublado, de lo más aburrido, sintiéndose un edificio más, al que sólo basta con abrir los ojos, para volver y volver a verlo. Se transformaría en una cosa más, que a la vez sería una menos.

Pero al cielo le gusta expresarse, y mucho más no guardarse nada a la hora de hacerlo. Por eso al azul lo llena de rojos, y lo destiñe con amarillos. Con nubes se muestra más suave, esponjoso, pero también siniestro. Es que con ellas nos invita a tocarlo, sabiendo que no podemos hacerlo.

A veces está silencioso, como si estuviera esperando algo, y parece dormido. Es cuando el cielo está triste, melancólico. Extraña a su amigo de cada día, que esa mañana, a pesar de las horas, todavía no lo ilumina. Dolido en el abandono, el cielo se pone furioso, pasando de gris a negro. Los truenos gritan su ira, con rayos decarga su mala, y lloviendo se purifica. Libera lo que ya no le sirve, su mala energía. Y así empieza a nacer de nuevo, de a poquito y en cada estrella.

La primera se acerca sigilosa, avanzando a lo desconocido. Está rodeada de nada, y de lo que sueña para el futuro. Y eso es todo lo que necesita. La soledad la hace más fuerte, y sus ganas se intensifican. Se tienen la una a la otra, se tienen la otra a la una. Y así, solas las dos, se vuelven cada vez más intensas, tanto como su camino. Una, dos, tres y otras miles se suman a ella la estrella, que ya deja de ser una, como las miles dejan de ser miles; ahora todas son una. La vía láctea aparece infinita, llena de posibilidades y vida. Espiando y casi como parte de las montañas, aparece la luna, que por no perderse el espectáculo, lo hace más increíble. Ahora el cielo está lleno, y es el más cielo del mundo.

Así es el cielo en Nueva Zelanda, y tiene todos los cielos en uno. Estando con sol o nublado, silencioso o lleno de furia, melancólico o estrellado, el cielo está siempre, y está siempre lleno de cielos. Y a mí me encanta mirarlos, y tanto como eso, me gustaría poder decirlos. Sentir que de su fantasía cuento aunque sea un poco, para que desde allá donde sea que sea, para que desde otros cielos del mundo, donde no puedan mirarlo, también puedan ver el mío.

 

El pase de diapositivas requiere JavaScript.

Auckland dormidos

09/01/2011 § Deja un comentario

Villa Pueyrredón-Plaza Italia. Plaza Italia-Ezeiza. Ezeiza-Santiago. Santiago-Auckland.

Un poco cansados, otro poco dormidos, llegamos a destino. Fueron 17 hs de vuelo: el viaje a Santiago sirvió para recordarme dos cosas fundamentales para mi vida: una, que el avión se mueve mucho menos que el subte, y dos, que si confío en Metrovías, puedo confiar en cualquier cosa. El vuelo fue híper tranquilo, y en él conocimos al primer personaje del viaje: Pato, uno de los asistentes de abordo (asafato) que, además de recomendarnos, para cuando llegáramos a Auckland, varios sitios de divertimentos nocturnos de dudosa índole, se esmeró por,  acto seguido a que le comentara que me da miedo volar, desenfundar una batería de chistes negros al sobre aviones averiados y paracaídas fallidos. Dos horas de vuelo y aterrizamos en Santiago, casi al mismo tiempo que el sol lo hacía atrás de la cordillera. Ahí esperamos dos horas más en el aeropuerto, antes de subirnos a otras doce atravesando el polo y su larga noche, que dejó su lugar a la mañana oceánica recién del otro lado del mundo.

Eran las 4am cuando finalmente pisamos las tierras en las que el naviero holandés Abel Tasman quiso desembarcar allá por 1642, antes de que los maoríes frustraran sus planes expansionistas mandándolo de nuevo a casa, los mismos planes con los que años más tarde arribara el capitán Cook, inglés y mucho más afortunado. Cook no consiguió que a un mar le pusieran su nombre, pero sí consumar sus objetivos colonialistas a orillas de los que hoy es el Tasman Sea.

Pasaron muchos años y con ellos pasó la historia. Esta vez no llegaban exploradores ávidos de tesoros, pero por ahí andaba. Éramos Cabar y yo en busca de Luciana, que nos esperaba en Auckland hacía una semana. Ni las horas de vuelo, ni el cambio de horario, ni las cervezas en fila que tomamos para dormir hasta el café con leche nos impidieron recorrer las 6 de la mañana de una Auckland enmudecida.

Eran vísperas de año nuevo y las calles estaban casi vacías. Vacías de gente, vacías de autos, vacías de movimiento y vacías de suciedad. Pero aún así no llegaban a estar vacías de todo: un par de borrachos se negaban a dejarlas en soledad, como la versión kiwi-maorí de Shaquille O´Neal, que con la 34 de los lakers, y botella en mano, balbuceaba las cuadras que no podía caminar (madrugadas más tarde supimos reconocerlo como un habitué de esas horas de la mañana, y de esa borrachera). Y también estábamos nosotros, los pibes, caminándolas sin parar. Sin parar como forma de decir, pero también de hacer. Porque siendo la ciudad desierto, los semáforos son parte de los oasis, esos que cuando llegás se van esfumando, haciéndote seguir caminando, en busca de nuevos horizontes. Y fue ese siga-siga el que hizo que  nos llevara varias horas, y mucha ciudad, darnos cuenta de la segunda gran diferencia entre un peatón y un pedestrian: a la hora de cruzar la calle, los primeros lo hacen junto y en paralelo a los autos que circulan en su misma dirección e igual u opuesto sentido, mientras que su versión kiwi lo hace recién una vez que todos los vehículos se hayan movido y después detenido, siendo lo loco que lo hacen en cualquier sentido. Es como si hubiera dos mundos paralelos. Por un lado tenés los drivers, por el otro los pedestrians. Cuando viven unos los otros se congelan, cuando aquellos se detienen estos reviven.

Los pedestrians pueden cruzar hacia adelante, de costado y hasta en diagonal. Algunos, los más osados, como Shaq, se animan a improvisar un zig-zag. En realidad no importa cómo lo hagan, mientras lleguen en tiempo y forma a destino. El tiempo lo marca el semáforo, alrededor de 30 sg, regresivos; la forma un tipito verde, al que luminoso le gusta andar el camino. Uno y otro tienen su hora, su momento de protagonismo. Por eso conviven felices, sin bocinas, puteadas, ni ruidos.

Los choferes quisieran ser drivers, los peatones envidian a los pedestrians.

Cruzar como se quiere y tranquilo fue la segunda diferencia que vimos. De las colinas en cada calle nos dimos cuenta enseguida. Sobre todo por el largo del viaje. Y por lo mucho, pero incómodos, que habíamos dormido.

¿Dónde estoy?

Actualmente estás viendo los archivos para enero, 2011 en TrancaroLa poR el muNdo.